Las relaciones entre neurociencias y educación. Entrevista a José Antonio Castorina

Por Carmen Fusca

 

Las neurociencias ofrecen inmensos aporte para comprender el funcionamiento cerebral. Preocupa en la clínica y educación la simplificación y el reduccionismo.

En varias ocasiones, antes de decidirnos a hacer esta entrevista conversamos con el Profesor José Antonio Castorina acerca de la relevancia que las neurociencias tienen actualmente, y en particular cómo impactan en el campo de la educación.
Las neurociencias ofrecen formas de comprensión enriquecedoras de las bases biológicas en juego en la constitución de los lectores, han hecho un inmenso aporte para comprender el funcionamiento cerebral. Sin embargo, eso no exime de una preocupación por la simplificación y el reduccionismo a lo biológico de los procesos complejos, como lo son los del aprendizaje.

Es deseable que lo que hoy se denomina neurociencia educativa llegue a formar parte de una investigación específica en ese campo y que contribuya a resolver algunos problemas de la actividad educativa. Pero, por el momento es preocupante el entusiasmo desmesurado de los profesionales -influidos por el mercado de medicamentos- en el uso de esos conocimientos para dar cuenta de los procesos de aprendizaje de la escritura o de las matemáticas.Sabemos que la investigación de base de las neurociencias, previa a la elaboración de propuestas que luego llegan al aula, se ocupa de conocer en términos de actividad neuronal, el desarrollo de las conexiones que sustentan los progresos cognitivos estudiados por la psicología y las disciplinas didácticas.

En esta oportunidad conversamos con el Dr. Castorina acerca de qué es lo que ocurre cuando se intenta transferir de manera directa al campo educativo, los resultados obtenidos por la investigación en el terreno de las neurociencias.

José Antonio Castorina es Magister en Filosofía, Doctor en Educación por la Universidad do Rio Grande do Sul, Porto Alegre. Investigador Principal del Conicet (Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas); Profesor Consulto de la Universidad de Buenos Aires en la Facultad de Filosofía y Letras y Director del Instituto de Investigaciones en Ciencias de la Educación, de la misma Universidad.

¿Las neurociencias han entrado significativamente en la sala de clase?

Hay un acuerdo bastante generalizado entre los investigadores en que las neurociencias han entrado muy escasamente en la sala de clase, y hasta el momento no podemos afirmar que los métodos y técnicas de la neurociencia han podido modificar significativamente las prácticas de enseñanza y aprendizaje escolares. Una dificultad central para pasar del saber neurocientífico a las prácticas educativas es convertir lo que no es más que un saber verificado en un campo científico en un logro o un programa específico en otro campo, como el educativo. Más aún, podemos pensar que las propias preguntas formuladas por los neurocientíficos acerca de la educación son en buena medida erróneas, y que principalmente es inaceptable vincular directamente a las funciones cerebrales con funciones mentales específicas. Se ha dicho que estamos ante “un puente demasiado largo” entre ellas para poder transitarlo.

Para nosotros, no pueden desdeñarse algunos resultados de la investigación neurocientífica que tienen eventuales consecuencias educativas: entre otras, los conocimientos sobre la plasticidad neuronal han permitido enfrentar con éxito a las concepciones de centros neuronales estables y definitivos, facilitando la comprensión de nuevos circuitos neuronales que intervienen en actividades culturales, como la escritura o la música, procesos biológicos de importancia para la escuela; o poder explicar los procesos subyacentes a las dificultades en simbolizar cantidades numéricas (discalculia). Ello que abre posibilidades de remediación del trastorno neurológico, en el campo terapéutico.

¿Es suficiente eliminar los neuromitos para evitar elaplicacionismo de las neurociencias?

Se podría denominar neuromitos  a las creencias de los profesores, propias de su sentido común, acerca del cerebro y que divergen de las demostradas por la neurociencia. Y se ha afirmado que el largo pasaje de las neurociencias a la educación es posible, si se evitan cuidadosamente a esas distorsiones. Es decir, se examinaron gran cantidad de conceptos erróneos sobre la mente y el cerebro que habían aparecido en contextos exteriores a la comunidad científica, concepciones erróneas generadas por interpretaciones sociales cargadas de valores, o que se debieron a modos distorsionados de apelar a datos científicos. Todas ellas han contribuido a justificar el uso de la investigación cerebral en la educación y otros contextos. Por ejemplo, contraponer al cerebro izquierdo y el cerebro derecho. De este modo, se llegó a creer que se debía enseñar a los niños según hubieran nacido con una predominancia de los hemisferios cerebrales, el izquierdo o el derecho, para así facilitar el aprendizaje a través de las preferencias naturales de los alumnos. Sin embargo, la imaginería cerebral demuestra que usamos ambos hemisferios de forma integrada, y que existe un intercambio de información entre los dos. También, la creencia de que el aprendizaje de la lengua materna interfiere en el de una segunda lengua, y de que ésta solo puede ser enseñada cuándo la primera esté consolidada. Por el contrario, las escuelas, en base a nuevos estudios neurológicos, pueden introducir ambos lenguajes desde el jardín de infantes.

Ahora bien, cuestionar los neuromitos no alcanza, ni de lejos, para eliminar el aplicacionismo de las neurociencias. Hay que ir hacia la filosofía que subyace al modo de concebir su implementación en la educación, a las estrategias intelectuales de los propios neurocientíficos que orientan aquella aplicación. Por un lado, se trata de los aspectos referidos a falacias en el razonamiento que se encuentra en los argumentos de los neurocientíficos. Por el otro, de las concepciones del mundo que sostienen la implementación directa de las neurociencias al campo educativo. Es preciso interrogar a las condiciones filosóficas y de coherencia intelectual que han posibilitado el ejercicio de esta nueva disciplina, la neurociencia educativa o neuro-educación. Esto es, establecer si son fecundos los presupuestos ontológicos y epistemológicos que la orientan hacia un presunto sujeto cerebral y su lugar en la investigación de los procesos de enseñanza y aprendizaje escolares. Hacemos la salvedad de que hay otros estudios, igualmente iluminadores y que corresponden a otros niveles de análisis, como los referidos a la constitución del “yo cerebral” de raigambre foucaultiana, que no nos ocupa aquí.

¿Qué significa afirmar que hay falacias en ciertos razonamientos de los neurocientíficos cuándo piensan su implementación en la educación?

Desde un punto de vista lógico, se encuentran serias incoherencias en las argumentaciones que sostienen la aplicación directa de las neurociencias al campo educativo. En este sentido, se puede recurrir a la mereología, una teoría que estudia la relación entre el todo y las partes, formulada por el lógico polaco Lesniewski, de significativo valor para el examen lógico de los conocimientos científicos. Así, cuándo los neurocientíficos atribuyen lo que corresponde al todo de la vida psicológica, o a las interacciones significativas de los individuos con el mundo y la cultura, a una de sus partes, razonan en términos de la falacia mereológica. Esto quiere decir que cuándo se atribuye a una parte de aquella totalidad -el funcionamiento cerebral- las propiedades características del todo, en este caso la actividad intencional cognoscitiva que se cumple durante los procesos de enseñanza y aprendizaje. Dicho de otro modo, los predicados psicológicos se aplican solamente a la totalidad de las relaciones significativas de los individuos con su mundo, pero no a sus partes, o sea no se puede decir que los ojos ven, sí que lo hacemos nosotros con nuestro cerebro. Y obviamente, no es lógicamente admisible afirmar que el “cerebro piensa” o “aprende”, o lo que aún más serio, afirmar como se hace con frecuencia “que va a la escuela”.

A lo dicho, podemos añadir otro tipo de falacias lógicas, común en las argumentaciones presentes en las exposiciones de los neurocientíficas y de los educadores que les siguen. Se trata de la falacia de afirmar el consecuente, en el que la verdad de las premisas no garantiza la verdad de la conclusión. Podría ser que las premisas fueran todas verdaderas y la conclusión aun así sea falsa. Demos un ejemplo obvio de este tipo de falacia: “Si está nevando, entonces hace frío”, y “Hace frío”, por lo tanto “Está nevando”. Claramente, aunque ambas premisas sean verdaderas, la conclusión podría ser falsa, porque no siempre que hace frío está nevando. Esta falacia fue descubierta por los lógicos estoicos en la Grecia clásica, y adopta la forma siguiente en la lógica contemporánea.
A pesar de que el ejemplo anterior es convincente, no parece tan obvio el argumento de los neurocientíficos, pero se puede ver que tiene la misma forma: “Si hay trastornos neurológicos de acalculia, entonces hay dificultades en el aprendizaje de las matemáticas” y “Hay dificultades en el aprendizaje de las matemáticas”, por lo tanto “Hay trastornos de acalculia”.

¿En qué sentido las concepciones del mundo intervienen sobre la aplicación de las neurociencias a la educación?

En la investigación de cualquier ciencia, sea natural o social, interviene alguna concepción del mundo, como un conjunto interconectado de principios, ya sean ontológicos referidos a lo que “hay”, ya sea según la índole de los objetos que se estudian -por ejemplo la creencia de que el mundo está hecho de entidades solamente naturales, o que hay un dualismo de mente y cuerpo, o que se postula una interrelación de procesos culturales y naturales-, ya sean epistemológicos, o sea referidos a una concepción del conocimiento que se quiere producir -por ejemplo, la suposición que el conocimiento se obtiene por inducción a partir de los datos inmediatos de la experiencia, o la tesis de que el conocimiento es siempre un sistema dialéctico de interacciones con lo real. Más aún, hay valores no epistémicos, sean morales o políticos, que encarnan la concepción del mundo, la que finalmente se puede caracterizar como el contexto socio histórico, con sus relaciones sociales de poder, en el cuál los conceptos teóricos y los preceptos metodológicos se construyen.

En la historia de cualquier ciencia, dichos principios son opacos para los propios investigadores, en el sentido de que se les imponen como “su sentido común académico”, sin que sean reconocidos en la ciencia que se hace día a día. Sin embargo, no es un nivel de abstracción por encima de la producción de conocimientos ya que, si bien sustenta la investigación no es seguido ciegamente, entre otras razones, porque las vicisitudes del proceso de investigación o los cambios en el mundo más amplio de los debates filosóficos, pueden promover su aceptación o su modificación. Claramente, una concepción del mundo -o marco epistémico- interviene sobre las neurociencias no determinando los resultados de las investigaciones, pero sí condicionando el planteo de ciertos problemas, el recorte de los objetos de investigación, la elección de las unidades de análisis o el sentido y el alcance de sus resultados respecto de las prácticas de salud y las educativas.

En lo referido a los supuestos ontológicos en las neurociencias contemporáneas, tanto el dualismo cartesiano como el naturalismo subyacen a las tesis de muchos autores sobre la neurociencia educacional. Para el primero, todo lo que hay se puede reducir a los procesos bio-químicos, ya sea psicológico, educativo o social se puede expresar en términos de algún mecanismo corporal. Básicamente, dicha ontología materialista –sin argumentos explícitos, la mayoría de las veces posibilita y limita la actividad de los neurocientíficos. En particular, y dicho brevemente, los estados, eventos y procesos mentales son de hecho estados, eventos y procesos neurales.

Debe quedar claro, los estudios de neurociencia tienen un interés científico que solo los investigadores pueden evaluar, y que es posible –habrá que ver cómo- hacer una integración articulada de la actividad educativa, con la psicología cultural, el constructivismo renovado y las didácticas disciplinares. Lo que discutimos son las tesis reduccionistas, inherentes al naturalismo materialista y que han llegado a constituir un obstáculo epistemológico para ese tipo de estudio.

Entre otros intentos, se hace un pasaje entre niveles de análisis, de modo que el estudio psicológico del aprendizaje es planteado en términos del cerebro que aprende o que lee. Diríamos, un deslizamiento favorecido por la metáfora del computador, debido a la fuerte impronta de las ideas de la psicología cognitiva más clásica: si el pensamiento es una actividad simbólica abstracta, el cerebro es el procesador simbólico. De allí que el estudio del procesador sea equivalente al estudio de la actividad psicológica, abandonando la consideración del proceso educativo. Es decir, se impide considerar a la comprensión de los alumnos de un tema como emergente de sus interacciones con el mundo simbólico, como sería en la enseñanza y aprendizaje de las matemáticas, o la escritura.

Insistimos, la mayoría de los neurocientíficos adoptan el reduccionismo ontológico, al considerar que una clase de entidades, por ejemplo, la vida psicológica o los aprendizajes escolares son otro tipo de entidades, por ejemplo, procesos neurológicos. Esto es, que se presume que la mente es cerebro, ya que diversas clases de conducta humanas -social, psicológica o moral- son reducidas a las estructuras y funciones del cerebro, particularmente las estructuras del cerebro. Además, este reduccionismo es también explicativo, ya que se adopta en la neurociencia contemporánea la forma de una explicación de la vida mental por la vía de las interacciones de las células nerviosas, moléculas y otras estructuras cerebrales.

Un buen número de explicaciones reduccionistas en neurociencia, dan lugar a propuestas de mejoramiento neuronal de modo que, los cambios en las conductas o en el yo, se logran mediante las técnicas de intervención derivadas de la farmacología química, entre otras. De ahí que esta perspectiva quita todo significado a la experiencia humana. En verdad, solo importan los procesos neurobiológicos que gobiernan las conductas, y la experiencia cognoscitiva –de los alumnos respecto del saber o el significado que provoca la enseñanza, o los procesos de construcción de conocimientos- queda marginalizada, cuando no anulada. Así, la neurociencia determina la naturaleza de las representaciones mentales y cómo éstas van cambiando en el desarrollo y la educación, especialmente, establece los mecanismos causales subyacentes a esos cambios.

Entre las dificultades de esta perspectiva, mencionamos que las explicaciones propuestas interpretan al comportamiento humano o al cuerpo humano como una máquina, de modo que no hay intenciones ni elecciones en las decisiones humanas. Sin duda, la discusión sobre la mente en filosofía acerca del reduccionismo, incluida la tesis de una relativa autonomía metodológica de las psicologías, está lejos de resolverse.

Sin embargo, nos permitimos esbozar las consecuencias que derivan de adoptar una visión ontológica dialéctica, opuesta al marco epistémico del naturalismo o el dualismo, y que permite evitar el reduccionismo, así como rescatar la relevancia de la experiencia humana con los objetos, con los símbolos y con la cultura, tal como sería la perspectiva ontológica del embodidment, basada en las tesis de Merleau-Ponty. Se sostiene una imagen del cuerpo en términos de una dimensión vibrante de la vida, no como una mera cosa orgánica, sino “siendo un cuerpo que tiende hacia el mundo”, y que se constituye a sí mismo de acuerdo con sus actividades, estamos ante un ser que se constituye a sí mismo de acuerdo con sus actividades, estamos ante un ser en interacción con el mundo.

Otro tanto podría decirse de la neurociencia cultural, una aproximación al estudio de las interacciones bidireccionales entre cultura y biología, supone otro marco epistémico para las neurociencias. Se propone un modelo integrativo entre las interacciones cerebro-cultura y gen-cultura, en términos de un sistema caracterizado por una unidad de contrarios. La cultura se puede interpretar como “una condición de contorno” para los procesos biológicos, que siguen siendo bio-químicos, y conversamente, las neurociencias son condicionantes para la psicología cultural. Nada de estos desarrollos eliminan la relativa autonomía de cada disciplina, mientras se van dibujando relaciones en la investigación.

¿Puede hablarse, entonces, de una aplicación directa de las neurociencias a la práctica educativa?

Es muy frecuente entre los neurocientíficos preguntarse; ¿Cómo pasar de la teoría e investigación del cerebro a la práctica del aula y a las políticas educacionales?
Sin embargo, la misma pregunta excluye la autonomía y peculiaridad de estas últimas, objeto de las ciencias sociales, sea la didáctica o la política educacional. Tal “aplicación directa” de los resultados de la investigación neurológica a la educación, convierte a los neurocientíficos y los psicólogos cognitivos en los jueces de la eficacia o calidad de los procesos educativos. Estos intentos trascienden la calidad de su conocimiento científico y suponen la filosofía reduccionista, de la que hemos hablado. Nuevamente, los procesos cerebrales están mediatizados por aquellos procesos, y tienen que ser, a su vez, examinados desde los enfoques propiamente educativos, para tener alguna chance de éxito. Tomemos un caso sencillo de lo que estamos diciendo, extraído de una entrevista a la especialista en didáctica de las matemáticas Patricia Sadovsky. El neurocientífico cognitivo Stanislas Dehaene afirma que es muy difícil aprender los números fraccionarios porque la maquinaria cerebral de los alumnos resiste a un concepto que va contra el sentido común. Y aun aceptando esta tesis, ¿se está aportando algún instrumento para la actividad de un docente de matemática? La respuesta de Sadovsky es que cuando los niños entran en relación con las fracciones en la escuela, llevan años tratando con los números naturales, han elaborado una serie de certezas que la introducción del tema de las fracciones perturba. Saber cuáles son las rupturas que deben hacer y analizarlas permite al docente plantear problemas y discusiones con sus alumnos para alcanzar una diferenciación entre números naturales y fraccionarios. Es una cuestión propiamente educativa y didáctica. A este respecto, la circulación de diagnósticos sobre dificultades neurológicas no ayuda al maestro a formular problemas de enseñanza. Sin duda, la especificidad de la actividad docente, con sus instrumentos didácticos, no requiere de las contribuciones de la neurociencia. De otro modo, si bien ante una dificultad neurológica como la discalculia, se la puede remediar apelando a actividades asociadas con procesos neurológicos, ello para nada nos dice cómo enseñar matemáticas, solo trabaja sobre una condición necesaria para adquirir los contenidos matemáticos, pero no suficiente.

Por otra parte, el naturalismo tiene como consecuencia una medicalización de las prácticas educativas, limitando significativamente las decisiones de los educadores. Un caso paradigmático es el uso de medicamentos para evitar problemas de desatención de los alumnos, tratados invariablemente como el Síndrome de Déficit Atencional, sin considerar que tal dificultad tiene en muchísimos casos un origen en lo sucedido con sus relaciones respecto del saber y en relación con la actividad del docente. Tal como vos Carmen has sabido plantear claramente esto en tus escritos.
En síntesis, las neurociencias pueden ocuparse del aprendizaje, incluso escolar, pero reconociendo que un maestro puede enseñar cualquier disciplina en la escuela sin recurrir a las neurociencias, empezando por los números positivos y continuando con los negativos, los naturales y los fraccionarios, tanto como diseñar situaciones de alfabetización. Dicho esto, no encuentro razones valederas para subestimar la relevancia educativa de los estudios referidos a los fenómenos patológicos -cuándo lo son la discalculia o algunas dificultades neurológicas que afectan la alfabetización-, o los que antes hemos mencionado. Lo que se discute son los criterios y modalidades de la “aplicación” de las investigaciones neurológicas a las prácticas educativas.

Y si bien es legítimo que el neurocientífico busque los procesos cerebrales que intervienen en el cálculo de una simple diferencia, es filosóficamente cuestionable decir que el cerebro calcula “efectivamente”, desde aquel reduccionismo para el cual las diversas clases de conducta humanas -social, psicológica o moral- remiten a las estructuras y funciones del cerebro. Reiteramos, el reduccionismo ontológico de la vida psicológica al “sujeto cerebral” obliga a los neurocientíficos –por razones teóricas y meta teóricas- a una transferencia directa de conocimientos de las neurociencias al mundo educativo, ya que no reconocen la especificidad de los estudios sobre el aprendizaje y el desarrollo en términos propiamente psicológicos. Más aún, hay una ilusión en pensar que la plasticidad cerebral puede permitir desarrollar estrategias de enseñanza en cualquier nivel de la enseñanza. Y una consecuencia de tal ilusión es evacuar el estudio de la política educativa, la cual, sin embargo, debería ayudar a crear condiciones para el aprendizaje orientado por el docente. De este modo, el centrarse abusivamente en el funcionamiento cerebral, junto con paquetes educativos a cargo de neurocientíficos, quita toda significación a las disputas en el campo de la política educativa.

¿Puede haber una actividad colaborativa entre neurociencias y disciplinas educativas?

Antes hemos hablado de la potencialidad de la neurociencia para contribuir a la práctica educativa, pero evitando el aplicacionismo. Para que esto sea posible, debemos comenzar por el reconocimiento – puesto de manifiesto por algunos especialistas- de las dificultades en avanzar superar “el largo puente” que habría que recorrer. Sin duda, diversos neurocientíficos proponen un diálogo con el mundo docente, y se promueven caminos de ida y de vuelta entre las disciplinas involucradas, desde las neurociencias hasta las didácticas y la propia reflexión pedagógica. Incluso se ha planteado marchar hacia una especie de interdisciplina. Sin embargo, no se puede llamar interdisciplina o diálogo fructífero al pedido de que los docentes e investigadores educativos se unan o conversen con la comunidad neurocientífica, sugiriendo que aquellos adopten los procedimientos de esta última. O la propuesta de llevar los “laboratorios” de neurociencia a las escuelas, y que allí los maestros aprendan, dialogando con los científicos, a enseñar a sus alumnos. Una cosa es la condescendencia de éstos con los docentes, al darles recomendaciones, y otra muy distinta la colaboración, basada en un respeto irrestricto de las ciencias de la educación y las disciplinas y corrientes psicológicas.

En este sentido, una genuina articulación entre el nivel de estudios de neurociencias y de la educación, específicamente en el área del aprendizaje, no puede suponer a la actividad de las redes neuronales como determinantes causales de los procesos psicológicos y educativos. Por el contrario, los procesos cerebrales tienen que ser interpretados como “condiciones de contorno” o reguladores de los procesos de aprendizaje. Es decir, se requiere de un acuerdo de base, de tipo ideológico, entre los investigadores de las diferentes disciplinas. Para empezar a pensar en una actividad colaborativa, en un horizonte de interdisciplinariedad, hay que compartir una misma concepción del mundo, al menos en tanto se suponga procesos de interacción entre diversos sistemas que producen el aprendizaje escolar, sin privilegios para ninguno. Es preciso que los distintos investigadores acuerden los valores “o cursos de acción” que se persiguen. Así se puede hacer posible una vinculación aceptable y productiva entre las disciplinas involucradas en la adquisición de los conocimientos escolares, y se daría lugar a trabajos multidimensionales.

Muy sintéticamente, postulamos que la investigación cooperativa elabora una representación, que es un recorte de la realidad – podría ser el proceso de aprendizaje escolar, entre otros- y es analizable como una totalidad organizada, con un funcionamiento característico. Esto último significa el conjunto de actividades que desempeñan sus partes constitutivas, en sus mutuas relaciones, como serían los procesos propiamente psicológicos, la práctica educativa, y sus condicionantes biológicos. Cada disciplina involucrada -neurociencia, psicología del aprendizaje, o didáctica disciplinar, entre otras-, comienza una articulación con las otras en un pie de igualdad. Por ahora estamos ante un proyecto o un programa amplio que se puede justificar, pero no es todavía una actividad efectiva de investigación.

Carmen Fusca

Carmen Fusca

Magister en Psicología Educacional, Licenciada en Ciencias de la Educación. Psicopedagoga Clínica con niños y adolescentes. Capacitadora docente para el Ministerio de Educación, Gobierno de Bs As. Miembro del Forum Infancias. Miembro del Comité de Pediatría Social, Sociedad Argentina de Pediatría. Docente en la carrera de Especialización en Prevención y Asistencia psicológica en infancia y niñez, Posgrado, Facultad de Psicología, UBA. Carmen es autora de diversas publicaciones sobre dificultades de aprendizaje, dislexia y didáctica de la lengua escrita: Dislexia y dificultades de aprendizaje. Aportes desde la clínica y la educación; Enseñar a leer y a escribir en el Siglo XXI. (2012) Ed Entre Ideas; ¿Qué es eso llamado Dislexia?, Buenos Aires. Febrero 2016 Revista Noveduc;. El trastorno y el trabajo interdisciplinario. Trastornos narcisistas no psicóticos. Buenos Aires. (1995) Paidós. Dislexia y dificultades de aprendizaje.(2017) Janin , Fusca, Vasen, …

Deja una respuesta